Trágame tierra.
Escúpeme mundo.
Písame cielo.
Destrúyeme universo.
Calcíname sol.
Ámame hombre.
Endúlzame miel.
Excítame vientre.
Tiéntame Satán.
Aspírame marihuana.
Encadéname capricho.
Aliméntame deseo.
Enamórame cupido.
Píntame acuarela.
Súdame piel.
Evapórame aire.
Mánchame pecado.
Bésame espejo.
Envídiame mujer.
Escóndeme mariposa.
Descúbreme ropero.
Cocíname madre.
Golpéame hermano.
Abandóname náufrago.
Patéame padre.
Dispárame violencia.
Lapídame musulmán.
Piénsame olvido.
Maldíceme infierno.
Extráñame odio.
Señálame fariseo.
Arrójame abismo.
Enójame hiel.
Condéname preso.
Ódiame amor.
Alíviame llanto.
Sálvame Jesús.
Espérame abuela.
Perdóname perfección.
Enséñame libro.
Nómbrame abuelo.
Santifícame Cristo.
Rézame creyente.
Explórame montaña.
Ilumíname Dios.
Adórame poseído.
Báñame lluvia.
Miénteme político.
Cázame venado.
Cástrame puta.
Méame perro.
Cágame niño.
Renúnciame esfuerzo.
Vénceme aliento.
Penétrame espada.
Mátame vida.
TU CABEZA, EL CUCHILLO Y YO
“Tengo una fascinación especial por la decapitación.
De pequeño siempre había visto el cuello de las personas, de mi madre, de mi
padre, de mis abuelos, como una exquisita parte del cuerpo digna de quebrar en
dos. Me fascinaba saber que debajo de la piel que envolvía ese pedacito de
cuerpo tan frágil, habían miles de gotitas de sangre, deseosas de escapar en
algún momento, en el rato menos pensado, cuando un cuchillo atraviese la dermis
y afile su acero en el cuero que envuelve el cuerpo, y desate a la vista el
rosado de la carne que duerme sangrienta en el interior, y nutra el morbo del
espectador, del asesino, y acaso también de la propia víctima. Pobre víctima,
llora, sólo eso te queda. Pobre víctima, la cabeza perderás, llora, sólo eso te
queda, pues tu verdugo armado está, y tiene en su mano izquierda los cabellos
que pueblan tu frente de ingenuo, los mismos cabellos que tras horas frente al
espejo peinabas, arreglabas, te vestías y salías a presumir tu humanidad, ¿Para
qué? Para acabar a merced de un corsario que te arrancará la cabeza y la venderá
a los buitres que surcan el cielo. El carnicero tiene en la mano derecha el
sable que a la luz de la escena es la continuación de su extremidad. Es grande,
filosa, pero aun así, tímida. Guerrera, como nunca solemne, formal, extranjera
e impía. Y está en manos de quien te animará el alma en los últimos instantes
de existencia. Él hará vibrar tu organismo, temblar tus sentidos, movilizar tu
cuerpo de la cabeza y hasta los pies gritarán escandalizados mientras el
conducto que une tu quijada y tu pecho arroja chisgueteando la sangre que
alimentaba tus venas. Gritarás. En efecto gritarás. Será
tu última voluntad. Será tu último deseo. Oírte en medio de la desgracia, en
medio de la escena lúgubre, del cuadro lleno de muerte. Del postrero momento de
tu vida. De tu muerte. De tu vida a manos de la muerte, y a manos del hombre
que te rebana el pescuezo como si partiera en dos un pastel lleno de vísceras.
Ese hombre quisiera ser yo. Y lo seré. Porque suelo ser lo que quiero ser
cuando en realidad tengo las ganas. A pesar que siempre me culpo de que nada me
sale como en realidad quiero, creo que esta vez, en cambio, en un día no muy
lejano espero verme bendecido siendo el protagonista de un final igual. Pero ¿A
quién mataré? ¿A quién usaré para poder calmar mi sed de morbo? Mamá, papá,
amigos… cualquiera de las personas que encuentro a mi alrededor se merecen
morir. Definitivamente se merecen morir. Es más, yo, aun siendo el ángel
inocente tan lleno de gracia y de bondad merezco morir. En realidad cualquier
persona que respire el aire que por las puras ahoga este mundo merece la
muerte. ¿Para qué vivir si al final vas a morir? Y es mejor si mueres víctima
del filoso cuchillo que raspa de poco en tanto el cuello que te sostiene la
cabeza. Es mejor, pues te quedarás sin ella. Caerá a mis pies, despedazada.
Quiero ver tu cabeza lejos de tu cuello y cerca de mis pies. Verás que este
ángel, vestido de blanca túnica y lleno de pureza se volverá el ave horrenda
que se escapó del averno llevando entre sus alas las flameantes lenguas de
fuego que incandescentes llenan de azufre la última estación que te tocará
vivir. Aquella estación que imborrable quedará grabada en mi memoria. Serás memoria,
tú mi víctima y yo el cobarde. Serás mi motivo de dicha, primero, y luego de
culpa. Mi pecado más real. Quien quiera que seas o quien quiera que fueses, serás
mío, o serás mía, tu cabeza, tu cuello y tu cuerpo serán míos. Yo desarmaré tu
figura a mi antojo, porque sé que en esa última estación me veré pintado de
muerte, de venganza, de redención. Te dejaré libre de la vida, del mundo, de
tus pesares, del amor, del llanto amargo, y de las risas estúpidas. Serás libre
tú, al inicio, y luego tu cabeza. Estará en mi mano tu cabeza, porque haré con
ella lo que yo quiera. Y ya desde ahora, que las ganas me embargan, planeo la
noche que anhelo, planeo que será una noche lluviosa, planeo que vendrán muchas
lagrimas del cielo, planeo que será tu última noche, planeo que será mi última
noche, pero planeo que será la noche más feliz que mi vida de infante pudiese
anhelar. Ahora mismo, sentado en mi cama, anotando lo que lees, cierro mis incrédulos
ojos y me pongo a pensar. A imaginar. Me lleno de emoción. Tendré en mis manos
un cuchillo, la fuerza, luego tu cabeza, mi trofeo, tu sangre me manchará los
pantalones. Tal vez te ame en ese momento. Te adore, te idolatre, pero ya luego
disparare toda mi furia y mi rabia retenida. Llenare mi mano de pena, luego de
fuerza, seré un puño, acariciaré tus mejillas con mis dedos, hasta que tu
ternura me de cólera. Y luego seré la maldición del mundo. El ocaso del sol. El
odio de los santos. Y tal vez luego, harto de alegría, de felicidad, de dicha,
moriré, pero estaré para entonces libre de mi capricho, de mi obsesión, estaré
libre de la culpa, libre del pecado, del mundo, arderé en el averno, quizás, y
las puertas del cielo se cerraran al avisar mi arribo, pero aun siendo el más
despreciable ser que estuvo entre todos los siglos de la raza humana, sabré que
lo que hice, lo hice porque quise, y lo hice con ganas…”