“No te mientas amor, las diferencias
entre los dos no existen. Cuando el sentimiento es puro y verdadero las
diferencias, no existen. No le hagas caso a tus pensamientos, hazle caso a tus
sentimientos. Imagina que mi edad no es un pretexto en contra de lo nuestro.
Imagina que mi experiencia es un punto a nuestro favor. Tú eres bella, muy
bella, y desde que te vi en la iglesia aquella mañana no he podido borrarte de
mi mente. Te llevo junto a mí en cada momento, no hay paso que dé sin que tú
estés presente. La noche pasada cuando viniste a verme, me dijiste que eras muy
pequeña para amarme, me dijiste que tus padres se molestarían contigo, me
dijiste que era un pecado. Yo sólo sé que después de esos indecisos minutos, tu
alma y mi alma se convirtieron en una, tus labios y mis labios se enredaron, y
nuestros cuerpos experimentaron el milagro más grande que pueda existir; el
amor. Yo estaba muy contento aquella noche, pero mucho más contento estuve en
la mañana, cuando desperté junto a ti, mi bella mujer, la que me amaba, yo
estoy seguro que así es, yo sé que tú me amas, estoy seguro que me amas, confío
en ti, como confío en Dios, y confío en que él verá con muy buenos ojos nuestro
idilio, para el cuál, como te repito, no existen diferencias. No existe edad,
ni color.Para amar basta con ser dos, no hace falta nada si yo te amo, si tú
me amas, sólo te pido que este sea un secreto entre los dos, un dulce secreto,
yo te quiero, te amo y te adoro…”
La misiva estaba sobre una mesa
central, una siniestra sombra rodeaba la escena. El ambiente oscuro se dejaba
alumbrar por una pequeña linterna que el visitante tenía en la mano derecha.
Luego de leer la carta se ocultó tras un mueble. Se escuchó la puerta. El dueño
de la casa, y de los amorosos versos impresos en el papel estaba de vuelta.
Quizás había salido para encontrar un poco de inspiración en la romántica y
misteriosa noche que acaecía. El cielo estaba iluminado de estrellas, y su
mente, por un haz de amor. No presagiaba lo que sucedería.
El anciano dejó la biblia que
traía consigo junto a la carta y encendió las luces. La preocupación por
continuar la carta dedicada a su musa le impidió reconocer que sus pertenencias
no estaban tal como las había dejado. Subió a su dormitorio de dónde sin
demorar cogió una bella pluma que llevaba con cautela. Al descender las gradas
notó que había un invitado sentado en uno de sus sillones.
-Buenas noches Pastor.
El anciano sorprendido ocultó su
pluma en uno de los bolsillos de su camisa y preguntó:
-Buenas noches joven. ¿Quién es
usted? ¿Cómo ingresó a mi casa? Por favor le pido amablemente que se retire
antes que llame a la…
-¿A quién?
-A la policía
-¿A la ley?
-Sí, a ellos
-¿Para qué? ¿Acaso usted cree en
la ley del hombre? ¿Y la ley de Dios? Veo sobre su mesa una biblia ¿No cree
usted que la ley de Dios es la ley verdadera?
-No discutiré eso contigo ahora.
Hijo, por favor, sal de mi casa…
-Me iré, sí. Pero antes quiero
felicitarlo por su conquista…
-¿A qué te refieres?
-A nada. Bueno, ya me voy.
-¡Espera!
-¿Sí?
-¿Has leído la carta que dejé
sobre la mesa?
-¿Cuál carta?
-No te hagas el idiota, muchacho,
te pregunté si has leído esa carta.
El anciano mortificado señalaba
el papel que antes había examinado el extraño.
-Pero ¿Por qué me insulta? Usted
debe guardar su compostura. Soy una pobre oveja descarriada y usted es el
representante de Dios, el bendecido.
-Mira muchacho, no me hagas
perder la paciencia. Tengo muchas cosas que hacer, muchas cosas en qué
ocuparme, y no quiero andar preocupándome por un soplón como tú.
El joven se acercó lentamente al
anciano. Su caminar era inofensivo, pausado.
-Disculpe Pastor, yo no quiero que pierda la paciencia…
-¿Entonces?
-Bueno, sí. Leí la carta. Me
parece muy mal lo que usted está haciendo con esa jovencita. Es una bajeza.
Usted, siendo practicante de la religión, yo no quiero ni pensar en el escándalo
que se armaría en el pueblo…
El anciano estalló en cólera al
escuchar la reflexión del visitante.
-¡Basta! Ese no es tu problema.
¿Todos somos hombres no? Todos tenemos necesidades…
-Lo sé, pero para eso están las
putas, no las jovencitas inofensivas. Usted hace muy mal.
-Perfecto. Quieres dinero
¿Verdad? ¿Cuánto?
-No, no, no. No se moleste, no
quiero su cochino dinero. Ya me voy.
-¡Espera!
El pastor lo tomó del cuello
creyéndose más fuerte e intento ahorcarlo, sin poder lograrlo
-¡Hey! ¡Viejo de mierda! ¿Qué
quieres?
-Que cierres la maldita boca
imbécil, ¡Que no digas nada!
El muchacho lo venció
rápidamente, lo cogió de sus arrugadas manos y lo empujó al suelo. Nadie sabría
lo que pasaría. El joven lleno de rabia se paró frente a un viejo angustiado y
desafiante. Uno con ganas de matar y el otro no. Pero, ¿Quién sería quién? El
desconocido desistió, volteó, y se marchó, sin embargo, el vencido se puso de
pie, tomó la pluma con la que había bajado de su dormitorio y cual puñal quiso
clavarla en la espalda del otro, pero fue inútil. El muchacho tomó la misma
pluma con la mano derecha, y con la izquierda tomó el cabello del anciano, y la
clavó una y otra vez en el rostro de su víctima. Una y otra vez la fina pluma
que antes había trazado románticos versos de amor se convertía ahora en un
puñal sangrante y letal. Una y otra vez; su frente, sus ojos, sus dientes, su
cuello, y finalmente su corazón, su enamorado corazón. Una y otra vez los
gritos suplicantes del anciano muriendo en las manos de un desconocido. Y el
desconocido era Salvaje.
Al cabo de largos minutos, un
silencio desesperante asomó en la escena. El joven limpió su culpa y sus manos
con agua, tomó la maldita carta y se fue. No muy lejos encontró a otro hombre,
a quién se la entregó a cambio de algunos billetes.
La figura de Salvaje se perdió
entre las sombras de la noche, alejándose de todo remordimiento. Caminaba
acompañado de las bestias que habitaban su mente y su justiciero corazón.