jueves, 23 de octubre de 2014

EL ÚLTIMO GRITO DE LA MUDA

Su voz que había callado durante mucho tiempo, harta hasta el cansancio de la paz que guardaba en la calma de su mirada, y en la tempestad de sus curvas. La lluvia que mojaba sus cabellos bañaba sus pensamientos, sus ideas, su amor, y el odio del amor.
Era la madre que había recibido de noche el abandono de la luna, y que de día se tragaba el desayuno frío de la indiferencia. Lloraba a solas pues sus vástagos animales fueron, y volaron, y saltaron, y corrieron por los caminos que les daba el mundo.
De su odio y de su amor, ahora vivía, callada, tímida, y amenazada, a la luz de una vela que apenas su yugo había permitido alumbrar, y si acaso, preferiría la penumbra y el llanto de su amada, de su desalmada amada, la culpable de su ignorancia, o de verse envuelto en desgracia.
Tenía vergüenza ella, y lujuria él. Tenía, y pudieron haberlo tenido todo, pero nada a la vez.
Entonces, saturada de rencor, cierto día que en el calendario de la vida de su rey sin corona marcaba el último, se levantó de la cama a donde las bofetadas y patadas de su acompañante la habían llevado y se sacudió la dignidad, como el polvo de cocaína que no se quería ir y que se aferraba a su nariz, la misma que a kilómetros de distancia reconocía su olor, y a su lengua, la que tantas veces lamió el suelo así como su piel cobriza, por amor; y se miró en el espejo. Idiota, tonta, pobre ilusa. Acabada. Sonrió, luego soltó una sonora carcajada.
Tocaron la puerta. La abrió. Como aquel 26 de Noviembre cuando le abrió su corazón. Estaba él, y estaban también sus ansias de sangre. La que hasta entonces había callado la voz, y que había aguantado en silencio el dolor, estaba frente a frente al hombre que más amó, y que tantas veces la maltrató. Más ahora, harta del sufrimiento, meditó un aciago momento antes que su amado, bañado en alcohol le lance el primer puñete de cemento, o la mande a volar cerca de las nubes de su oscuro firmamento.
Ella corrió a la cocina, tomó la tetera en donde había estado hirviendo sus lágrimas, y quitándoles la sal. Tras de ella su señor. La empujó contra la cocina, para hacerla caer y cual cobarde patearle el vientre en el suelo. Ella trastabilló un poco. Volteó, y con un grito desafiante y estruendoso que hizo llorar a los ángeles, camufló su rabia en el veneno del líquido elemento. Lo echó en el rosto de su amado tormento. Lo siento.

Su piel ardió de locura, y corriendo con los ojos sangrando por el calor, se tiró por la ventana. Una víctima más del desconsuelo que caía del cielo, para estrellar sus sueños y sus sesos contra el pavimento. Él murió. Ella calló su lamento. Se sintió satisfecha. Y el amor, se volvió otro cuento.