PRIMERA PARTE
La ciudad
apesta.
Me gusta su
desierta belleza. Los espacios que se vuelven míos y que apenas se dejan
acariciar.
Me gusta su
mirada perdida en el cielo mañanero cubierto del vapor que se escapa de
nuestros pulmones.
Me gustan sus
mascotas que tragan a toda hora su miseria desde la alcantarilla maloliente,
hasta la vereda de enfrente.
Me gustas tú,
cuando vagas inerte por la pista deslizando tu figura de limeña, justo unos
minutos antes que una combi endemoniada te ponga a volar.
Me gustan sus
mercados putrefactos, que renacen moribundos al alba, y que adornan de noche
con sus cantos lastimeros la oscuridad.
Me gusta tu
locura cada sábado por la madrugada, cuando liberas tu alma pagana. Y tan en
cambio al día siguiente muestras tu velo de redención. Cada domingo pides
perdón, a las 12, después de misa, y antes de irte en coche, tan de prisa. Te
miro desde la ventana porque Dios te perdona la vida, puritana.
Me gustan tus
calles agobiadas a la hora exacta, cuando los vehículos hambrientos del humo
maligno que despide el viento, se agrupan apilados ocupando el paisaje de
cemento.
Me gustan tus
hijos, espurios e inocentes, salvajes e inclementes, que toman, sembrando el
temor, lo que de ellos no es propiedad. Sangran ignorancia y mueren, y a veces matan, a la luz de la desgracia, la
misma luz que hoy se apaga.
Me gusta el
vuelo de cuchillos en los barrios que conforman tu piel, y que dejan en
violencia los rostros más feroces y en llanto las voces más reprimidas.
Me gusta tu
gente, que anda tus caminos con las heridas más profundas en el corazón, y que
por hipócrita, sonríe a su pesar.
Me gusta tu
cielo perdido en el espacio, alumbrado por un sol melancólico y el colchón de
tus nubes plateadas, que no le permiten brillar.
Me gusta la
manera en la que tu dueño guarda el oro para su provecho en sus calzones,
mientras su cuchara intenta alimentar de trigo barrigas desnutridas a las que
les debe sus millones.
Me gusta tu
puente, y tú río. El punto de encuentro entre uno y otro. El límite entre el
paraíso perdido y el limbo de muchedumbres. Dos espacios hermanos que se miran
y se escupen.
Me gustan las
olas que bañan tus costas, cuál lágrimas de ese mar testigo, tan viejo y tan
víctima de tanto castigo.
Me gustan las
montañas de metal que adornan el centro de la ciudad, en cuyo interior habitan
prisioneros aquellos que edifican torres y destruyen bosques, por orden del
capital.
Me gusta la cruz
con la que nos encara tu colina, altiva mira desde la cima el trajinar del día
a día de aquello a lo que llamamos vida.
Me gustan las
celebraciones del cuerpo bañado en alcohol, las fiestas en las que vuela el
vinagre y baila contenta la guitarra coqueteando con el cajón. Me gusta que el
sonido de tus calles sea cantado por tu gente de puro corazón.
Me gusta tu mesa
hambrienta que a pesar de la escasez me alimenta, gracias al ingenio de las
manos bendecidas, tanto de la dueña, como de la sirvienta.
La ciudad sigue
apestando
a olores de
rosas miraflorinas
y yo sigo
pensando
sobre esta roca
meditando
que fumaré
siempre en la esquina
pues aun me
gustas tanto
y tantas veces, Lima.