viernes, 7 de agosto de 2015

¿MAMÁ?

Era una sala inmaculada. 

Lo que ante sus ojos aparecía era un escenario casi celestial. El blanco rondaba a donde la vista miraba. Una camilla impecable al centro del pequeño recinto, con sábanas igual de limpias, y unas tres o cuatro mesas de metal desinfectado que se disponían sigilosamente al costado de todo. Incluso de ella, y de su indefensa figura. El miedo que sembraron en su interior aquella fatídica noche cuando tres malévolos y ruines vándalos la asaltaron, la golpearon, la llevaron a un oscuro callejón en el lugar más peligroso del mundo, la desnudaron, lamieron su rosada piel con sus lenguas ponzoñosas, mancillaron su cuerpo, penetraron sus entrañas, la violaron, y aún con tanta maldad, la embarazaron, se dibujaba como huella imborrable en su alma de niña y de sus 14 primaveras. 

Luego de mirarlo todo con espanto, entró a la solemne escena el doctor que le arrancaría de las entrañas esa maldición que la perseguía, ese fruto del mal que fue sembrado en su vientre y que le parecía el peor monstruo que su fantasía haya podido concebir, y que hoy, habitaba su piel de rosa.

El hombre, con una gran sonrisa en el rostro, y con un interminable agujero negro en la conciencia, la conminó a echarse en la cama que esperaba en el centro del lugar, tomó de entre sus herramientas una pinza enorme,  y la insertó en ella; atravesó sus labios vaginales, el cuello uterino, y tocó al hijo de la desgracia que dormía, inocente, en su sorprendido vientre. Los gritos retenidos saltaron en la escena, pues el dolor se hizo presente, y el médico del terror intentaba calmarla, coludiendo su cómplice sonrisa de asesino, con unas palabras de aliento que silenciaron la culpa que poco a poco se evaporaba en el aire tenso que flotaba en el ambiente.

Luego de algunos segundos de miradas intensas y lágrimas atemorizadas, el sanguinario (y acaso falso) galeno prosiguió con su fin, destrozando el cuerpo de la criatura amorfa que habitaba en el interior de aquella mancillada mujer. Ella cerró los ojos. Víctima del sufrimiento se desmayó, y cuando los volvió a abrir, se vio inundada en un mar interminable de sangre, sobre la misma cama que antes era blanca. A su diestra, una pequeña fuente plateada, en donde descansaban cual porciones de la res más fétida del mercado más maloliente, los pedazos del ser que -si es que ella lo hubiese querido- algún día no muy lejano, la iba a llamar “mamá”.