Y se fueron. Corrieron huyendo de
mis pesadillas, todos. Ingratos inmisericordes que no pudieron aguantar mi
lamento, y darme la mano para levantarme del charco. Se fueron porque no querían
sufrir más. No querían oír más mis plegarias al anochecer y aún por la mañana
cuando el sol se pone en la línea perpendicular que lo une a mi mente. No quisieron
seguir bebiendo del agua con la que a diario preparaba el desayuno, que luego
se empozaba en el cerebro de esta miserable criatura que habitó la perdición. ¿Dónde
están ahora aquellos que juraron tener la piel de león? ¿A dónde, por el miedo,
su incierto destino llevó?
Ya no están. Ya se fueron. Todos los
rostros que habitaron alguna vez mi palaciega casa. Me dejaron sólo, como al
nacer lo hizo mi padre, como al crecer lo hizo mi madre, como al perecer lo
estoy haciendo yo. Quisieron marcharse a veinte cuadras de mí, quisieron evitar
mis lágrimas de bestia arrepentida y mancillada. Quisieron ser la almohada que durmió
sobre mi cama, más se volvieron los recuerdos del soñador que atormentan mi
alma, que sin calma marcha sin vida en medio de mi dolor.
Y entonces hoy que se fueron ¿A
qué faldas me iré a dormitar? Es más, se fueron y se llevaron mi soledad, que
me nacía del pecho y que hoy no me acompaña más. Se fueron volviendo su vista a
prisa para custodiar mi rendición. Y no quise pedir clemencia que ya en vida
fue mi petición predilecta. Y no quise mirarlos con desprecio pues se acostaron
junto a mis llagas y me enseñaron a comer el pan. Hice con ellos los días y nos
bañamos en la inmensidad del mar. Pero todo esto, hoy es memoria, pues se
fueron encerrando en mi mansión sin compasión cada línea de mi historia.
Y se fueron, y se fue también mi
corazón.