miércoles, 11 de junio de 2014

UNA PUTA LLAMADA VENUS

Y se escuchó en medio de la habitación ese vals que huele a muerte y que me deja siempre con la esperanza de algún día morir por amor, pero morir de verdad, una muerte tierna y acaso lenta: “Alma para conquistarte, corazón para quererte, y vida para vivirla junto a ti”. Y digo que huele a muerte porque no hay amor si no hay muerte. Entonces tarareaba mi boca el ritmo de la canción, que recuerdo, hace años había acompañado mis almuerzos familiares de los domingos y que ahora me envolvía en su lastimero canto, se confundía con el olor a lavanda del ambientador de turno dejándose opacar por un cigarro mal empaquetado –tal vez no era sólo tabaco- y dejaba en el ambiente el inicio de una historia que hoy, miércoles 13 de Febrero de 2008 se empezaba a escribir.
Afuera, dos calles hermanas que lloraban una abrazando a la otra por verse despojadas del pudor y de eso que algunos llaman recato. Las anfitrionas, en su mayoría extranjeras no estaban quietas. Algunas danzaban al compás de la noche y de sus sonidos, del claxon del auto que se aproximaba a ellas, de los gemidos que lanzaban las estrellas, del cielo cómplice del deseo. Otras lucían sus diminutas prendas buscando las miradas de las bestias ansiosas de carne que merodeaban el lugar, y gruñían su lujuria reprimida, esa sensación que la piel de metal de sus esposas les impedían sentir, querían hoy, tocar, besar, lamer la dermis ardiente como el fuego y tersa como las rosas de las doncellas mancilladas una y otra vez por manos ajenas. A veces una mano distinta a la otra. Pero en ocasiones, por la misma mano, tan monstruosa como de costumbre y tan enamorada como siempre.
Quería llorar. Yo mirando los cinco espejos colgados armoniosamente en las paredes de la habitación, quería llorar. Era inexplicable. Aún ahora después de tantos años no logro entender si aquellas lágrimas eran de felicidad por ver mi sueño adolescente a punto de ser realidad, o acaso, la impotencia de no saber qué hacía en medio de ese cuento pornográfico y libidinoso. Probablemente era la canción que seguía acompañando la escena y que, como decía, evocaba casualmente los momentos felices de mi niñez en la casa grande allá en mi pueblo y en compañía de mi ahora destruida familia. Melancolía. Eso era.
Me llamo la atención de todos los edificios que aguardaban en el exterior uno, al que entré, en cuya fachada había un cartel: “El laberinto de Venus”, con letras de neón y una poderosa curiosidad asaltó mi mente. Bien o mal ingresé por el pasadizo central, amplio, oscuro, tal vez débiles bombillas rojas y violetas iluminaban con su tímida luz el piso y alumbraban mis pasos. Iba acompañado de otros tipos. Algunos formales, ternos ladrones de identidad, y otros auténticos lobos hambrientos en sandalias. Yo llevaba sobre mi angustiado cuerpo un short jean, unas Converse y una camisa roja que me regaló mi abuelo. En mi mente dos fotografías tamaño carnet: tetas y culos, para simplificar el nombre de mis musas favoritas. Y en el corazón ansias de sentir placer, y de morir al término de ello.
Me senté en una silla de madera que había en una esquina mientras esperaba y volví a saltar en ese momento y en el tiempo a los minutos anteriores. La canción se había detenido.
-Joven, todavía no puede entrar.
Me dijo una mujer que estaba limpiando una de las habitaciones que tenía la puerta abierta, y a la que sin meditar me atreví a entrar, luego de recorrer de izquierda a derecha el pasadizo y de vigilar impaciente la seducción convertida en dama de todas las princesas negras, hechiceras de amor, prostitutas, como les dice mi madre, las que por 100 soles entregaban su vagina desde tiempos remotos. Ellas, ahora eran varias, muchas, y estaban una en cada puerta invitando a elegirlas, a optar por su cuerpo, a probar de cerca el perfume natural que emanan sus fogosos cabellos. Me tome mi tiempo y al fin de mi paseo no elegí a ninguna. Quería otra cosa. Me paré delante del cuarto donde estaba aquella mujer limpiando, luego de decirme que no ingresara aún, la miré, me sonrió y me dijo:
-¿Primera vez?
La miré con miedo como recogía las botellas que tenían un líquido verde, probablemente el ambientador. No le aseguré, ni le desmentí nada.
-¿Por qué no enciende la luz?
-Aquí es así joven. Todo es a oscuras. Acá se trabaja con esos fluorescentes de colores nomás
-Bueno
-¿Elegís este cuarto?
-Sí
-Listo. Ya viene tu mujer
-¡Espere!
-¿Sí?
-Quiero a Venus
-Pero…
-¿Qué?
-Ya. Ya regreso. La buscaré para ti. Sólo porque me has caído bien. Ya regreso.
La mujer se acercó a mí y me tocó los genitales. Se fue y cerró la puerta. Yo, entonces, quedé en shock. Empezó la canción, de la nada. Fue un momento mágico. Sabía que la que entraría por esa puerta tal vez se llame Lucila o Margarita, pero para mí, y por supuesto, para ella esta noche se llamaría Venus. No se me ocurrió en el momento. Lo había pensado desde que vi el letrero en la puerta del lugar. Luego imaginaba como sería. De hecho más alta que yo. Voluptuosa, vestida de ropas íntimas de color negro. Audaz, coqueta, complaciente. Caliente. Yo ya me había puesto caliente. Me senté en la silla mientras escuchaba el dichoso e inoportuno vals, como decía al inicio de este relato, empecé a llorar mientras la esperaba. Al término de la canción volví a observar el lugar con nerviosismo. Lo comenté, habían muchos espejos y en cada uno de ellos veía mi cara de imbécil, había poca luz y el olor a cigarrillo dejándose vencer por el ambientador de la mujer que había estado limpiando la habitación. Sequé mis lágrimas y me aproximé a la cama. Era cómoda y grande. Y blanca. No me gustó que sea blanca, pues el color blanco es el que más detesto. Todo mostraba un silencioso orden. El baño desde mi posición lucía limpio. El techo queriendo soltar un grito retenido me miraba con tristeza, y adornando cada pedazo del recinto habían cuadros de artistas muy bien preparados. Se fue formando entonces una nube de impaciencia que ocupaba todo el lugar. Explotó cuando alguien empujó lentamente la puerta por donde yo mismo hace quince o veinte minutos había ingresado. La figura de un “alguien” se presentó frente a mí. Estaba cubierto con una sábana negra y no se lograba ver ni su rostro ni su cuerpo. Era una sorpresa. Vi su ojo derecho con atención pues fue lo único sin tapar. Y al fin escuché su voz.
-¿Cuál es tu nombre?
-Llámame Pedro. Tú ¿Quién eres?
-Yo soy Venus
(CONTINUARÁ)