Y se escuchó en medio de la
habitación ese vals que huele a muerte y que me deja siempre con la esperanza
de algún día morir por amor, pero morir de verdad, una muerte tierna y acaso
lenta: “Alma para conquistarte, corazón para quererte, y vida para vivirla
junto a ti”. Y digo que huele a muerte porque no hay amor si no hay muerte.
Entonces tarareaba mi boca el ritmo de la canción, que recuerdo, hace años
había acompañado mis almuerzos familiares de los domingos y que ahora me
envolvía en su lastimero canto, se confundía con el olor a lavanda del
ambientador de turno dejándose opacar por un cigarro mal empaquetado –tal vez
no era sólo tabaco- y dejaba en el ambiente el inicio de una historia que hoy,
miércoles 13 de Febrero de 2008 se empezaba a escribir.
Afuera, dos calles hermanas que
lloraban una abrazando a la otra por verse despojadas del pudor y de eso que
algunos llaman recato. Las anfitrionas, en su mayoría extranjeras no estaban
quietas. Algunas danzaban al compás de la noche y de sus sonidos, del claxon
del auto que se aproximaba a ellas, de los gemidos que lanzaban las estrellas,
del cielo cómplice del deseo. Otras lucían sus diminutas prendas buscando las
miradas de las bestias ansiosas de carne que merodeaban el lugar, y gruñían su
lujuria reprimida, esa sensación que la piel de metal de sus esposas les impedían
sentir, querían hoy, tocar, besar, lamer la dermis ardiente como el fuego y
tersa como las rosas de las doncellas mancilladas una y otra vez por manos
ajenas. A veces una mano distinta a la otra. Pero en ocasiones, por la misma mano,
tan monstruosa como de costumbre y tan enamorada como siempre.
Quería llorar. Yo mirando los
cinco espejos colgados armoniosamente en las paredes de la habitación, quería llorar.
Era inexplicable. Aún ahora después de tantos años no logro entender si
aquellas lágrimas eran de felicidad por ver mi sueño adolescente a punto de ser
realidad, o acaso, la impotencia de no saber qué hacía en medio de ese cuento pornográfico
y libidinoso. Probablemente era la canción que seguía acompañando la escena y
que, como decía, evocaba casualmente los momentos felices de mi niñez en la
casa grande allá en mi pueblo y en compañía de mi ahora destruida familia. Melancolía.
Eso era.
Me llamo la atención de todos los
edificios que aguardaban en el exterior uno, al que entré, en cuya fachada había
un cartel: “El laberinto de Venus”, con letras de neón y una poderosa
curiosidad asaltó mi mente. Bien o mal ingresé por el pasadizo central, amplio,
oscuro, tal vez débiles bombillas rojas y violetas iluminaban con su tímida luz
el piso y alumbraban mis pasos. Iba acompañado de otros tipos. Algunos formales,
ternos ladrones de identidad, y otros auténticos lobos hambrientos en sandalias.
Yo llevaba sobre mi angustiado cuerpo un short jean, unas Converse y una camisa
roja que me regaló mi abuelo. En mi mente dos fotografías tamaño carnet: tetas
y culos, para simplificar el nombre de mis musas favoritas. Y en el corazón ansias
de sentir placer, y de morir al término de ello.
Me senté en una silla de madera
que había en una esquina mientras esperaba y volví a saltar en ese momento y en
el tiempo a los minutos anteriores. La canción se había detenido.
-Joven, todavía no puede entrar.
Me dijo una mujer que estaba
limpiando una de las habitaciones que tenía la puerta abierta, y a la que sin
meditar me atreví a entrar, luego de recorrer de izquierda a derecha el
pasadizo y de vigilar impaciente la seducción convertida en dama de todas las
princesas negras, hechiceras de amor, prostitutas, como les dice mi madre, las
que por 100 soles entregaban su vagina desde tiempos remotos. Ellas, ahora eran
varias, muchas, y estaban una en cada puerta invitando a elegirlas, a optar por
su cuerpo, a probar de cerca el perfume natural que emanan sus fogosos
cabellos. Me tome mi tiempo y al fin de mi paseo no elegí a ninguna. Quería otra
cosa. Me paré delante del cuarto donde estaba aquella mujer limpiando, luego de
decirme que no ingresara aún, la miré, me sonrió y me dijo:
-¿Primera vez?
La miré con miedo como recogía las
botellas que tenían un líquido verde, probablemente el ambientador. No le
aseguré, ni le desmentí nada.
-¿Por qué no enciende la luz?
-Aquí es así joven. Todo es a
oscuras. Acá se trabaja con esos fluorescentes de colores nomás
-Bueno
-¿Elegís este cuarto?
-Sí
-Listo. Ya viene tu mujer
-¡Espere!
-¿Sí?
-Quiero a Venus
-Pero…
-¿Qué?
-Ya. Ya regreso. La buscaré para ti.
Sólo porque me has caído bien. Ya regreso.
La mujer se acercó a mí y me tocó
los genitales. Se fue y cerró la puerta. Yo, entonces, quedé en shock. Empezó
la canción, de la nada. Fue un momento mágico. Sabía que la que entraría por
esa puerta tal vez se llame Lucila o Margarita, pero para mí, y por supuesto,
para ella esta noche se llamaría Venus. No se me ocurrió en el momento. Lo había
pensado desde que vi el letrero en la puerta del lugar. Luego imaginaba como
sería. De hecho más alta que yo. Voluptuosa, vestida de ropas íntimas de color
negro. Audaz, coqueta, complaciente. Caliente. Yo ya me había puesto caliente. Me
senté en la silla mientras escuchaba el dichoso e inoportuno vals, como decía al
inicio de este relato, empecé a llorar mientras la esperaba. Al término de la canción
volví a observar el lugar con nerviosismo. Lo comenté, habían muchos espejos y
en cada uno de ellos veía mi cara de imbécil, había poca luz y el olor a
cigarrillo dejándose vencer por el ambientador de la mujer que había estado
limpiando la habitación. Sequé mis lágrimas y me aproximé a la cama. Era cómoda
y grande. Y blanca. No me gustó que sea blanca, pues el color blanco es el que
más detesto. Todo mostraba un silencioso orden. El baño desde mi posición lucía
limpio. El techo queriendo soltar un grito retenido me miraba con tristeza, y
adornando cada pedazo del recinto habían cuadros de artistas muy bien
preparados. Se fue formando entonces una nube de impaciencia que ocupaba todo
el lugar. Explotó cuando alguien empujó lentamente la puerta por donde yo mismo
hace quince o veinte minutos había ingresado. La figura de un “alguien” se
presentó frente a mí. Estaba cubierto con una sábana negra y no se lograba ver
ni su rostro ni su cuerpo. Era una sorpresa. Vi su ojo derecho con atención
pues fue lo único sin tapar. Y al fin escuché su voz.
-¿Cuál es tu nombre?
-Llámame Pedro. Tú ¿Quién eres?
-Yo soy Venus
(CONTINUARÁ)