miércoles, 31 de mayo de 2017

A. K. A. FRANCIS

La noche se derramaba y caía, gota a gota, sobre la pista convertida en lago negro. En los bolsillos de su abrigo habían dormido las estrellas y ahora, más despiertas que nunca, relucían, brillantes, soberbias, salpicando el cielo de Denver. El cigarrillo que llevaba entre los dedos había muerto y resucitado en más de quince cuadras. La distancia no le arruinaba el tocado extravagante que la ataviaba en este momento. El paradero se alejaba de su vista y se acercaba, lentamente, al bar en el que había pactado un furtivo encuentro con su nuevo amigo. A su paso iba derrumbando miradas que se perdían en el rojo intimidante de sus labios. Su espigada figura flotaba, mágicamente, sobre los tacones de marfil. Caminaba entre riachuelos de orín y pequeños muladares, verdaderos campos minados que mellaban su sibarita gusto. Los prostíbulos la miraban de pie deseando sus cadenciosas carnes. “Ni más regreso a la putería, ahora soy una señorita decente. Si me vieran las chicas, se morirían de la envidia”. Volteó con sutil delicadeza y apreció la esquina que había sido suya. “¿De dónde saldrán estas nuevas? No tienen ni una pizca de gracia. A Ben ya no le gustan las refinadas como yo, ahora va y recoge a cualquiera. Hemos caído en desgracia. Felizmente a partir de hoy, mi vida cambiará. Sí, señor”. El clásico rumor de los automóviles que se mueven en un vaivén interminable no la distraía. Caminaba en sensual meneo de caderas por la vereda. La avenida se amenizaba en un concierto de silbidos y en las marquesinas de los edificios, las luces de neón le regalaban un espectáculo sinigual. “El último sábado Roger fue a buscarme, pensé que solo quería una mamada, como siempre, pero no. El desgraciado me penetró tan fuerte que apenas y puedo sentarme. Qué salvaje. Lo peor fue que luego ingresó a la habitación un amigo suyo, un ‘cazador de talentos’. Me vio desnuda. No sé, sentí cierta vergüenza. Pero bueno, vio lo que tenía que ver. Quedó encantado con mi cuerpo. Alabó mis tetas de silicón, mis piernas largas, mi voluminoso trasero. Luego dijo que me llevará a Las Vegas, dice que ahí hay trabajo para mí. ¿Cómo se llamaba? Oh, sí, Ferdinand, así se llama. Bueno, Ferdinand es director de una revista musical en un teatro de la ciudad, yo creo que me dará un papel, ojalá que el papel principal. Haré lo que sea posible para obtener ese papel”. La estación de buses se apreciaba cada vez más lejana de sus abultadas pestañas; estaba más cerca de su destino. Su cartera, dorada, pequeño sol de verano en medio de la tiniebla, era un escudo y ella, una doncella grácil que se bañaba con empalagosos frascos de Chanel N°5. Un hormigueo faltoso le recorría el vientre. Debajo de las pieles caqui de zorro tierno que le cubrían desde los hombros hasta las rodillas, no había más que un diminuto calzoncito que apenas y le cubría el sexo. Su excitado pecho había sido atrapado por una mariposa que le aleteaba el alma. “Estoy dispuesta a todo por ese papel. ¿Y si todo es una coartada? ¿Y si solo quiere burlarse de mí? ¿Y si me lleva a trabajar como bailarina a un cabaret en los suburbios de Las Vegas? Regresar a las andadas, ya no. ¿Y si en lugar de llevarme para allá me secuestra y me maltrata? ¿Y si me abre la panza y vende mis órganos? No. Caray, Francis. Dejémonos de cosas y pensemos positivamente. Esta noche es mi noche y estoy dispuesta a todo”. En la puerta del bar la esperaba Ben. Cruzaron miradas. Frías miradas. El corpulento hombre la saludó con un ademán y con otro le preguntó qué hacía, que si acaso estaba loca para no estar rondando su esquina habitual, que si acaso había abandonado el trabajo, que si acaso había olvidado que él era su marido y que no podía dar un solo paso sin su previa aprobación. Dos figuras se movían entre las sombras en la puerta del bar; el salvaje y la dama se confundían en una amalgama de besos frenéticos y patadas feroces. Dentro del recinto el show estaba por terminar y la orquesta tocaba la última pieza. La música era muy fuerte. Apareció otro hombre, luego dos, vinieron tres y en coro gritaron “¡Detente!, estás drogado, ¡detente, animal!”. Ben, fuera de sí, los lanzó lejos de su vista y tomó a la fémina en desgracia de los cabellos. La arrastró por la acera hasta un callejón contiguo. La última canción se colaba por las paredes del bar y llegaba, entre murmullos citadinos, a la escena. El puño furioso del iracundo semental dibujó en el rostro de la indefensa mujer un mapa sangriento. Un mar de lágrimas y perdones que nunca llegaron. Ahí, en el suelo frío de esta noche derretida, la fatalidad le abrazaba el cuerpo en una lluvia de golpes y, de golpe, un patrullero apareció. “Sangre. Solo veo sangre. Hoy estaba dispuesta a todo, pero hay solo sangre. En mi carita bonita de princesa se han dibujado las marcas de su odio. Y yo, ¿qué le hice? ¿Dónde está ese idiota de Ferdinand que no viene? Me dijo que hoy hablaríamos de nuestro viaje. Maldita mi suerte; en su lugar me encuentro con Ben. Drogadicto de mierda. Ojalá que lo metan a la cárcel por lo que me acaba de hacer. Me ha convertido en sangre el malnacido. Soy solo sangre. Sangre, en mis dientes, en mis cabellos, en mi pecho y en mis piernas. Un manantial de sangre que me ahoga…”. Una sábana blanca reemplaza al abrigo. La noche, convertida en lago de su propia sangre, la baña de pies a cabeza. Su cuerpo inerte se pierde entre manos extrañas que la rescatan de la muerte.
*Texto elaborado mientras “Country road” de John Mayall me hacía huecos en el cerebro.