jueves, 14 de mayo de 2015

MUJER NOCHE

La noche está cargada de silencio, y mis oídos gimen de miedo. Desconocía el color de las paredes en medio de la oscuridad. Todo estaba borroso, difuso, negro. Todo era negro, y era vacío también. Recuerdo que esa madrugada, Julián, el primo que había llegado de provincia, y yo habíamos estado tomando un par de botellas de whisky en un bar de la Plaza San Martín, celebrando el placer de volvernos a ver luego de 10 años. Y tomamos solo esas dos botellas, hasta que el loco se hartó de mi compañía y me abandono en la mesa, pues prefirió el culo de una puta que lo engatusó, y se lo llevó, tranquilamente, a un hotel de mala muerte, donde seguro ahora están pasándola bien.
Entonces me había quedado solo. En la mesa, ebrio, abandonado, y con hambre. Llamé a la muchacha de la barra, y cual delincuente se robó de mi billetera los últimos billetes que tenía. Me dejó desnudo y miserable. Así que me alejé de ahí, maldiciendo al whisky, a la mesera, al bar, al forajido de mi primo, y a su nueva amante. Maldito suertudo, y maldita mi suerte.
Y así, como decía, me había quedado dopado en medio de la plaza. Avancé por las calles adyacentes, y parecía un muerto fresco, tieso por el frío, con un aliento de vida que se estaba apagando como la llama tímida de una vela. Como decía al inicio, mi vista se limitaba al silencio y a mi miedo. Yo avancé sin saber a dónde iba, no tenía dinero, ni fuerzas, y mucho menos valentía. Eran las 3 o acaso las 4 de la mañana.
Mientras andaba con el alma descalza y con la mente perdida, encontré en una de las esquinas por la que tuve inevitablemente que cruzar, a una mujer solitaria, sucia, abandonada, desprotegida, pero aun feliz. Me llamó la atención las sonoras carcajadas que lanzaba en medio de la noche. Yo pensé que se burlaba de mi desgracia, pero ¿cómo se enteró de mi azarosa vicisitud? Estaba tirada en la vereda, con unos trapos oscuros cubriéndole su delicado cuerpo, al costado había cartones y gatos, que al parecer, compartían su felicidad. Joder-me dije-esta indigente la pasa peor que yo, y está feliz.
No dudé ni un segundo y me acerqué. Mi miedo me mojó los pantalones y se marchó, y llegó la valentía acompañada de la curiosidad. Me ganaron las fuerzas. Quería que aquella loca, me contara sus chistes. Quería reír, pues. Tan pronto me vio, noté que su actitud cambió. Su alegría desbordante ya no asomaba en su rostro serio. Creo que estaba invadiendo su espacio, y creo que esto de hacerme su amiga, era una malísima idea.
Los segundos posteriores fueron decisivos. Me voy o me quedo. Estaba confundido. Nos miramos y sentí la tensión. De pronto, uno de los felinos que la acompañaba tomó la iniciativa. Se acercó pausado a oler mis zapatos, y sintió que no quería hacer daño alguno. Entonces me di cuenta que no era tan mala idea sentarme un momento a charlar con aquella inquietante mujer.
Con un ademán pedí el permiso para sentarme al costado suyo. Ella me miró sonriente, y dijo mi nombre: Jorge, ¿cómo has estado?
-Bien… espera, ¿cómo sabes mi nombre?
-Adiviné
-No entiendo
-No es necesario, Jorge.
No sabía qué hacer. La miré nuevamente, y asomó en mí el vago pensamiento de que aquella no era sino una bruja. Caray, una bruja en medio de la calle, en medio de la oscuridad, y yo cayendo en su juego. Ojalá me convirtiera en sapo. Pero caray, que linda era. Pero seguía mirando mi rostro, sonreía, y penetraba mi mente. Quizás leía cada espacio de mi cerebro, y sabía claramente la percepción que yo tenía de ella, y la verdad, no me importaba mucho. Carpe diem, y ya.
Luego de que le contara brevemente de lo que me había ocurrido esa noche (estaba ebrio, sin dinero, y mi primo se había ido con una puta), empezó a contarme algunas historias, algunas creíbles, otras inverosímiles, algunas me llenaban de emoción, otras me hacía morir de la risa. Estaba ebrio, y lo mejor que podía pasar es que amanezca. Pero ya.
Mientras pasaban las horas, me sentía más en confianza con ella, y me pareció mucho más amena la conversación. Y no sé en qué momento olvidé que ella era una indigente, una callejera, una hembra de la calle. No sé porque lo hice. Me acerqué lentamente a su rostro, cogí sus mejillas heladas, acerqué su boca a mi boca. Y tan pronto hice eso, caí en un sueño profundo. Cuando desperté, estaba en mi casa, en mi cama, desnudo, y con una explosión inacabable en la cabeza, que se dejaba confundir con el brillo de un sol ardiente y furioso.
Lo único que hice fue correr a la ventana de mi habitación de donde se veía parte de la ciudad. Buscaba con la mirada su figura en medio de la mañana que ya asomaba. Miré mi rostro en el espejo, mis manos, mi cuerpo, miré a mi costada. Ya no estaba, ni conmigo, no estaba en ningún lado.
Esa misma noche fui a la esquina en donde la encontré la madrugada anterior. Lo único que encontré fue su ausencia, y un par de gatos que merodeaban el lugar. Se había ido. No busqué justificar la situación. Si pues, estaba ebrio, pero aun pude darme cuenta que aquello fue real.