viernes, 16 de octubre de 2015

LA DAMA DE LOS ROSARIOS

Soy, a pesar de su recelo, testigo del muladar en el que se hunde su triste mirada. Busca rostros samaritanos y manos solidarias a través del lente, pero solo encuentra mi gesto de sabueso fotógrafo dispuesto a ser el carnicero de su imagen, el proxeneta de su estampa, el mercader de su retrato. Me asomo por el agujero que me otorga tan lastimera vista y pido perdón en silencio, aunque sé que es inútil; el jirón está colmado de bulla y mi corazón de pena. Aprieto el obturador como si se escapase de mi ser el último esfuerzo por matar a un condenado en el pelotón de fusilamiento y lanzó un disparo certero que libera mi mórbida curiosidad. Ya desde los segundos previos, sus ojos habían marcado mi inquieta figura quebrantando su sosiego. Antes de encontrarla, mi cámara y yo habíamos caminado por calles y plazas del centro de la ciudad en busca de cuadros distintos, impresionantes, mágicos. Llegamos a esta iglesia aturdida por el ruido urbano y sepultada en un manto de fe, de plegarias, de milagros por cumplir, de cánticos animados y de mendigos aferrados al deseo de la misericordia. Ahí, postrada en la vereda, muy cerca del portón de la entrada, estaba ella y su lamento interminable, asaltando mi tarde, justificando mi búsqueda, revolviéndome la conciencia. Está cubierta por ropones de lana que la abrigan y que la protegen de la frialdad de los que la observan con cautela y con displicencia. Sus inacabables años apenas asoman en su piel cobriza, mientras los pliegues que delatan su vejez, forman un ademán de enojo en su frente, pretendiendo que retroceda en mi labor. Me queda claro, entonces, que el temor por ser fotografiada la embarga. No tiene el tiempo necesario para posar, ni para mostrar su mejor ángulo, este no es el espacio ni el tiempo precisos. Yo estoy en falta. Me debo retirar, aunque antes advierto que lleva entre sus agrietadas manos una colección de rosarios que intenta vender entre los feligreses que la circundan. Pienso entonces que ella es una comerciante de la fe, de la quimera, del rezo por las mañanas, tardes y noches, de los pechos compungidos que cada domingo son azotados por un puño traidor, de la limosna que los ricos por piedad despojan, de las batallas interminables en las que se lucha contra un mundo avaro y promiscuo, de la rebeldía que habita en las mentes de los callejeros, del desamparo que agobia a los huérfanos; es en suma, una farisea que cobija en su interior el deseo de dar pena en sus últimos días, aunque en la realidad, sea la madre necesitada de algún preso o desahuciado que pasó a mejor vida. Olvido todo y lanza mi máquina un alarido mecánico que pasa desapercibido porque el llanto desconsolado de una niña grosera e impertinente irrumpe en la escena. Me desentiendo de la anciana por un momento mirando a mi alrededor. Luego regreso a ella. La miro otra vez y ella hace lo mismo conmigo. Su fotografía me impacta. El ambiente huele a suerte miserable bajo el cielo gris, a enfermedad terminal de viciosos asesinos de sus propias vidas, a rosarios tirados en la acera pisoteados por niños insolentes, a viejas plegarias lanzadas al viento de octubre, a indigentes que se arrastran en las entradas de las iglesias por unos pocos centavos. Huele a todo menos a nada. Y nada me queda por hacer. Me acerco, deposito en sus palmas lastimadas las monedas piadosas que animosas emergen de mis bolsillos y ella me pregunta si estoy retratándola con mi cámara. Niego tal fechoría y me voy a paso ligero rumbo a la siguiente iglesia, ansioso de conocer una nueva historia.

jueves, 1 de octubre de 2015

MAÑANA POR MÍ

El atardecer asoma en el ambiente y todo lo transforma. Lo vuelve anaranjado. Los rostros apresurados que suben y bajan de autobuses, microbuses y temidas combis. Las pistas oscuras y rebeldes que serpentean la ciudad.  Los cantos estridentes de los comerciantes ambulantes, dueños de las veredas. Luce Lima envuelta en esa suerte de mascarilla naranja que lo cubre todo. Y todo se alumbra con el reflejo del astro que reina en el cielo, y en esta ciudad de conos provincianos.
Son las 3 de la tarde. El sol está en su punto. Robinson, de 12 años, y su hermanito Andy, de 7, se confunden entre la multitud que espera el autobús en el paradero “Villasol”, en plena Panamericana Norte. Visten ropas raídas y sucias. Llevan en sus frágiles manos un taper que esconden con premura. Sus angelicales sonrisas alumbran más en este invierno agonizante que hoy, 21 de setiembre, le da prematuramente paso a la primavera. Y ellos parecen saberlo. Los veo caminar ágiles y subir de prisa a la “40”. Los acompaño. Quiero ver qué pasa. Una extraña sensación me embarga. Me siento identificado con ellos. Me veo en sus ojos.
-“Estimados pasajeros, tengan todos y cada uno de ustedes, buenas tardes…”
Sus miradas se pierden entre los asientos del autobús, que arranca sobresaltos entre los que estamos a bordo. Yo me ubiqué al fondo. Ahí donde siempre hay sitio.
-“…no venimos a incomodarlos, ni mucho menos a molestar su viaje, solo queríamos ofrecerles un poco de nuestro arte, es una hermosa canción que vamos a cantarles, luego mi hermanito se acercará a sus asientos para ofrecerles el producto alimenticio que les hemos traído, espero que no nos den la espalda, hoy por nosotros, mañana por ustedes…”
Continuó conmoviéndonos. Tenía talento para contar su historia en apenas dos minutos, además de lidiar con el ruido de la ciudad que se colaba por las ventanas. Algunos de los pasajeros sonreían al ver a este pedazo de hombre hablando como si fuera un adulto. En otros, la sorpresa no asomó, ya que hoy en día es normal ver a niños indigentes subiendo a los vehículos de transporte público en busca de caridad.
Robinson empieza a cantar, y la escena enmudece.
-“Hace tiempo que mi vida no tiene valor… será porque dentro mío llevo un gran dolor…”
Lo miro. Me mira. Volteo a mirar a quienes lo miran. Su voz de infante flota en el ambiente, y recorre cada rincón del autobús. Penetra en los oídos y en el corazón.
Andy le ayuda en el coro.
- “…lejos de ti, voy a morir, ay como duele, vivir sin ti…”
Terminan de cantar, y vuelvo a girar la vista esperando las reacciones del improvisado auditorio. Un sonoro aplauso se escucha. El público queda convencido del talento prematuro que tienen los jóvenes artistas de la calle.
Robinson, con una sonrisa tímida, nos conmina a que, en agradecimiento a la pieza musical que acaba de interpretar, le compremos una porción de yuquitas fritas, que lleva en su taper. “¡Yucas fritas!” -pensé- “son mis favoritas”.
La indiferencia y el desagrado fueron apareciendo en los rostros de los que antes habían aplaudido. Pocos fueron los que se animaron a comprar. Yo quise ir más allá.
Llegando al paradero de Plaza Norte, los vi tocar el timbre de bajada. Luego que descendieron del autobús, me aventuré a perseguirlos.
-Hey, niño, te compro las yuquitas.
-Están a un sol, señor.
-Bien. Dame… a ver, ¿cuántas tienes?
-Me quedan 5 porciones.
-Listo. Dame las cinco en una bolsa. Te compro todo.
Saqué de mi billetera el dinero por el cual me iba a dar un gran festín, sin embargo, vi tristeza y algunas lágrimas en el rostro del mayor de los niños.
-¿Qué pasa? ¿No te agrada la idea de vender todo?
-Sí.
-¿Entonces?
-Es que esas yuquitas iban a ser mi almuerzo.
-¿No almorzaron ya? Mira la hora que es. Es tarde. Y ustedes son niños, deben de comer temprano.
-Tampoco tomamos desayuno.
-Pero qué dices. ¿Dónde están tus padres?
-Mamá solo quiere la plata.
-Pero dijiste en el bus que tú y tu hermanito vivían en un albergue, y que salen a vender yuquitas para salir adelante.
-Mi mamá nos obliga a decir eso.
-Bueno ya, miren, ¿ven ese chifa? ¿quieren comer ahí?
Como si no bastara disfrutar de las yuquitas fritas, que por cierto, estaban deliciosas, esa tarde saboreamos también algunos platos de comida china. No lo pensé dos veces. Me vi yo mismo en esos dos niños. Recordé que hace algunos años, cuando llegué por vez primera a Lima, yo hice lo mismo un par de veces; y tuve la necesidad de acudir a la caridad de los pasajeros de autobuses, que en su mayoría, eran indiferentes. Pero hoy, la compasión es un plato que se come caliente, con estos dos nuevos amigos.
-¿Puedo llevarle a mi mamá?
-Dale.
-Gracias Jorge.
-Tranquilo. Hoy por ti, mañana por mí.