viernes, 1 de noviembre de 2013

EN EL DÍA DE LOS MUERTOS

Hoy quiero hablar. Hoy y ahora.  Porque ayer ya callé demasiado. Ayer estuve cenando en la mesa negra manchada de sangre que estaba al borde del abismo. Estaba solo. Todos se habían ido. Era tan noche y era tan oscuro el cielo. A lo lejos el castillo enorme de piedra. El techo tan misterioso. El castillo me miraba y se reía. Veía la escena y se mofaba de mi soledad. Entonces estaba yo en la mesa, sentado en una banca. Al filo del abismo y atrás el castillo. Y era de noche. Y sobre la mesa estaba la cena que había estado disfrutando mientras escuchaba a lo lejos los aullidos de lobos a manera de quejidos. Algo les dolía. Como a mí, me dolía esta noche estar tan junto del precipicio y solo, con tanta comida.
Sobre la mesa dos platos grandes llenos de gusanos rojos que se movían a la vista. Algunos saltaban. Probablemente estaban felices. Tal vez pensaban que en breve yo devoraría el manjar y ellos en mi estomago devorarían mis vísceras. Pero no, no es mi alimento del día, y aun de la noche. Hoy no comeré gusanos. Luego había un depósito lleno de mermelada, tan roja como la sangre misma que estaba esparcida por toda la mesa. Olía mal. Olía a muerte. Y a muertos, por supuesto. La mermelada ocultaba algo. Bueno, pensaba que era una mermelada de fresa hasta que metí la mano en el depósito para ver que ocultaba. Descubrí un corazón. Y no, no estaba lleno de amor. Estaba lleno de gras. Tal vez le perteneció a un hombre gordo. El corazón era grande. Era tan grande para mi mano que resbaló nuevamente en el depósito y salpicó la mermelada combinada con sangre y ensucio mis ropas. Y entonces maldecí el corazón “Corazón de mierda. Maldito corazón” y lo tomé nuevamente pero con ambas manos y lo arrojé al abismo. Luego escuché un grito que provenía de la profundidad.
Estaban también alrededor del recipiente unos soperos blancos. Unos diez u once soperos que estaban esparcidos en toda la mesa. Y la curiosidad se apoderó de mí y tomé una cuchara y probé de la sopa. Luego vomité. Era una sopa de huesos. Para mi mala suerte, en el sopero del cual tomé no sólo habían huesos sino también dedos, y el sabor de las uñas era horrible. Ag.
Había también frutas, algunas dulces como manzanas y plátanos en toda la mesa. Todo estaba tan desordenado y confuso. Me llené de rabia de un momento a otro y tomé una calabaza, la devoré al instante. Y entonces me dio más hambre. Al centro había una fuente. Una gran fuente donde descansaba la cabeza de una mujer anciana. Sus ojos me miraban y sus dientes colmillosos estaban incompletos. Su nariz larga y arrugada me hacía suponer que era bruja. O tal vez la abuela del gordo a quien le arrancaron el corazón. La cabeza era el plato de fondo, el plato estelar. Lo más rico. Pero no me provocó así que tomé la fuente y la arrojé al precipicio. Me aburrí.  Mande todo al diablo y el diablo todo me lo regresó. Me quedé dormido unas horas en mi banca y recostado sobre la mesa. Mis ropas ya estaban manchadas de sangre así que me dio igual. Cuando desperté estaban sentados junto a mi dos personas, habían regresado para reclamar lo que habían dejado por ahí en la mesa. Me miraron, me preguntaron y yo soñoliento no supe que decir. Estaba frente a mí un hombre obeso en cuyo pecho había un gran agujero. Se enfureció con mi respuesta tan desganada. Y entonces desperté totalmente, comprendí que su corazón era el que yo maldije. Me sentí tan mal, primero por lo que hice con él y luego con lo que su dueño hará conmigo. Tras el hombre un cuerpo, sin cabeza, era la anciana, se movía furiosa y me amenazaba con un bastón que traía. No, no era un bastón, era su escoba, y sí, era una bruja.
Les juré que no me había tragado nada de lo que había en la mesa, salvo la calabaza, pero nada más. Y estaban furiosos, me exigían sus cosas, me jodían y seguían jodiendo. Entonces pensé que a mí nadie me jode. Los mande a la mierda y les dije que se metan su cena por el culo. Feliz día muertos. Adiós.
Me fui al castillo, me quedé dormido en mi habitación y desperté en mi casa.

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