El atardecer asoma en el ambiente y todo lo transforma.
Lo vuelve anaranjado. Los rostros apresurados que suben y bajan de autobuses,
microbuses y temidas combis. Las pistas oscuras y rebeldes que serpentean la
ciudad. Los cantos estridentes de los
comerciantes ambulantes, dueños de las veredas. Luce Lima envuelta en esa
suerte de mascarilla naranja que lo cubre todo. Y todo se alumbra con el
reflejo del astro que reina en el cielo, y en esta ciudad de conos
provincianos.
Son las 3 de la tarde. El sol está en su punto. Robinson,
de 12 años, y su hermanito Andy, de 7, se confunden entre la multitud que
espera el autobús en el paradero “Villasol”, en plena Panamericana Norte.
Visten ropas raídas y sucias. Llevan en sus frágiles manos un taper que esconden
con premura. Sus angelicales sonrisas alumbran más en este invierno agonizante
que hoy, 21 de setiembre, le da prematuramente paso a la primavera. Y ellos parecen saberlo. Los veo caminar ágiles y subir de prisa a la “40”. Los
acompaño. Quiero ver qué pasa. Una extraña sensación me embarga. Me siento identificado con ellos. Me veo en sus ojos.
-“Estimados pasajeros, tengan todos y cada
uno de ustedes, buenas tardes…”
Sus miradas se pierden entre los asientos del autobús,
que arranca sobresaltos entre los que estamos a bordo. Yo me ubiqué al fondo.
Ahí donde siempre hay sitio.
-“…no venimos a incomodarlos, ni mucho menos
a molestar su viaje, solo queríamos ofrecerles un poco de nuestro arte, es una
hermosa canción que vamos a cantarles, luego mi hermanito se acercará a sus
asientos para ofrecerles el producto alimenticio que les hemos traído, espero
que no nos den la espalda, hoy por nosotros, mañana por ustedes…”
Continuó conmoviéndonos. Tenía talento para
contar su historia en apenas dos minutos, además de lidiar con el ruido de la
ciudad que se colaba por las ventanas. Algunos de los pasajeros sonreían al ver
a este pedazo de hombre hablando como si fuera un adulto. En otros, la sorpresa
no asomó, ya que hoy en día es normal ver a niños indigentes subiendo a los
vehículos de transporte público en busca de caridad.
Robinson empieza a cantar, y la escena enmudece.
-“Hace tiempo que mi vida no tiene valor…
será porque dentro mío llevo un gran dolor…”
Lo miro. Me mira. Volteo a mirar a quienes lo miran. Su
voz de infante flota en el ambiente, y recorre cada rincón del autobús. Penetra
en los oídos y en el corazón.
Andy le ayuda en el coro.
- “…lejos
de ti, voy a morir, ay como duele, vivir sin ti…”
Terminan de cantar, y vuelvo a girar la vista esperando
las reacciones del improvisado auditorio. Un sonoro aplauso se escucha. El
público queda convencido del talento prematuro que tienen los jóvenes artistas
de la calle.
Robinson, con una sonrisa tímida, nos conmina a que, en
agradecimiento a la pieza musical que acaba de interpretar, le compremos una
porción de yuquitas fritas, que lleva en su taper. “¡Yucas fritas!” -pensé-
“son mis favoritas”.
La indiferencia y el desagrado fueron apareciendo en los
rostros de los que antes habían aplaudido. Pocos fueron los que se animaron a
comprar. Yo quise ir más allá.
Llegando al paradero de Plaza Norte, los vi tocar el
timbre de bajada. Luego que descendieron del autobús, me aventuré a
perseguirlos.
-Hey, niño, te compro las yuquitas.
-Están a un sol, señor.
-Bien. Dame… a ver, ¿cuántas tienes?
-Me quedan 5 porciones.
-Listo. Dame las cinco en una bolsa. Te
compro todo.
Saqué de mi billetera el dinero por el cual me iba a dar
un gran festín, sin embargo, vi tristeza y algunas lágrimas en el rostro del
mayor de los niños.
-¿Qué pasa? ¿No te agrada la idea de vender
todo?
-Sí.
-¿Entonces?
-Es que esas yuquitas iban a ser mi almuerzo.
-¿No almorzaron ya? Mira la hora que es. Es
tarde. Y ustedes son niños, deben de comer temprano.
-Tampoco tomamos desayuno.
-Pero qué dices. ¿Dónde están tus padres?
-Mamá solo quiere la plata.
-Pero dijiste en el bus que tú y tu hermanito
vivían en un albergue, y que salen a vender yuquitas para salir adelante.
-Mi mamá nos obliga a decir eso.
-Bueno ya, miren, ¿ven ese chifa? ¿quieren
comer ahí?
Como si no bastara disfrutar de las yuquitas fritas, que
por cierto, estaban deliciosas, esa tarde saboreamos también algunos platos de
comida china. No lo pensé dos veces. Me vi yo mismo en esos dos niños. Recordé
que hace algunos años, cuando llegué por vez primera a Lima, yo hice lo mismo
un par de veces; y tuve la necesidad de acudir a la caridad de los pasajeros de
autobuses, que en su mayoría, eran indiferentes. Pero hoy, la compasión es un
plato que se come caliente, con estos dos nuevos amigos.
-¿Puedo llevarle a mi mamá?
-Dale.
-Gracias Jorge.
-Tranquilo. Hoy por ti, mañana por mí.
-Tranquilo. Hoy por ti, mañana por mí.
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