lunes, 15 de mayo de 2023

HAY ALGO DE VAINILLA EN EL MAR (Fragmento)

Las gaviotas no vuelan de noche, se quedan en alguna peña rezándole a la luna. Hoy, la fiesta era en tinieblas y repartía un cosquilleo en los dos cuerpos. Una diáspora de libido recorría el mundo que se abría en sus labios. Unos con otros se bañaban en saliva mientras esperaban que la daga sea espada. Hacía un par de horas había tomado la decisión de dar un paseo por el malecón mientras la brisa era abrazo templado. Había empezado esta aventura acaso incierta con la esperanza de quedarme dormido en algún rincón y no volver a casa. Esta noche la idea del crepúsculo era una justa necesaria: la corona de la reina. Al levantar la mirada solo veía un beso salino, frío y vigoroso, como el mar.

A lo lejos, dos sombras que antes habían danzado en puntillas en la orilla, a la vista de un sol que agonizaba, encaminaron sus huellas hacia las afueras del puerto. El sunset fue devorado por un bólido azul salpicado de estrellas y decorado de luz fosforescente. Un marco perfecto para que la charla inocente sea asaltada por el primer beso. Ambos se acercaron, entre caricias y muestras de azúcar, y los segundos simplemente no bastaron para atesorar en su regazo tantos abrazos. El siguiente paso: los cuerpos, enormes, envueltos en arena, desnudos.

Un ser sobre otro. Alma sobre alma. Se mecían como orientados por una fuerza desconocida que provenía de la luna. Par de lunáticos que parecían androides desarrollando sus movimientos mecánicos por obra y gracia del sexo. “Cuando vivamos en París quiero una casa bonita, con una gran ventana desde donde pueda ver la torre Eiffel, por favor”, dijo alguien. No le quedó más que asentir con la cabeza y soltar un suspiro. Volvieron a empezar. Las yemas de los dedos eran fieras que recorrían cada milímetro de piel. La carne se estremecía y la noche acaecía.

“Estoy tan feliz que podría morir aquí mismo y aún después de muerto estaría feliz”, se escuchó, entre gemidos. Dos velas incendiándose de espuma en medio de la oscuridad y dos corazones salivando por una anhelada muerte. Ahí se hacía el amor y aquí la envidia. Dos perros sueltos que se evaporaban con el viento marino, hambrientos de sí y del otro, se revolcaban en sábanas de arena. Morían y volvían a vivir, todo al mismo tiempo. Emergían entre las orillas y rodaban, uno encima del otro, hacia las olas que dejaban sus burbujeos dibujados en el reflejo de la luna.

Harto de mí y de la suerte que me cobijaba este día, intenté acercarme para ver si tal escena era real. Si tan solo pudiera tocar los cuerpos y sentir tal goce y tal espasmo. Me hundí en la arena hasta sentirme parte de ella y avancé, sigiloso, para no ser descubierto por la pareja.

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